Qué asco, mañana lunes. Qué rabia que no puedo comer esto. Qué horror cuánta gente hay hoy en el metro. Qué caro. Cuánto coche... Llevo tiempo observando más detenidamente algo sabido por todos: gran parte de nuestras conversaciones se basan en la queja. Infinitos "qué mal" inundan nuestras vidas, la mayoría sin necesidad.

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Fue entonces cuando me planteé este reto. ¿Y si intento no quejarme en una semana?, pensé. Dicho y hecho.

¿No quejarse ayuda a ser más feliz?

Es la pregunta principal a la que quería dar respuesta. Antes pensaba que las personas más felices son las que no se quejaban (y que por eso no protestaban, porque por la razón que fuera, eran más felicianas). Sin embargo, ahora empiezo a creer que también cabe una alta posibilidad de que hayan alcanzando la felicidad precisamente por eso, por no quejarse.

Un desafío conocido en todo el mundo fue el que inició en 2009 Xabier Satrústegui, director de una escuela famosa de yoga (Witryh): propuso a sus alumnos estar 21 días sin quejarse. Una de las conclusiones es que "lo consiguieron muy pocos y algunos aún siguen intentándolo", publicó. Con estos antecedentes, yo no iba a conseguir obrar un milagro en una semana, pero sí quería experimentar si tan difícil era.

Te das cuenta del tiempo que malgastamos

Desde el inicio de mi propuesta, me di cuenta de la infinidad de veces que tuve que 'aguantar' para no verbalizar lo que estaba pensando. Es decir, por mi mente pasaban multitud de quejas. Enseguida supe que tenía que basar mi desafío en no quejarme en voz alta: hacer desaparecer las lamentaciones por completo sería una misión imposible (al menos en una semana). Lección número uno: no quejarte te ahorra un tiempo y esfuerzo enorme, que puedes emplear en otras cosas más productivas, ya que lamentarse no sirve de absolutamente nada.

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Reconoces más tus errores

No me considero una persona que vive en la queja (vale, sí que 'protesto' con algunas cosas, pero no en extremo). Sin embargo, la primera sorpresa que me llevé fue replantearme esta idea. "Oh dios mío, ¡estoy todo el día haciéndolo!", dije, asumiendo que podía hacer mucho por mejorar. Emplear tanto tiempo y esfuerzo en algo que no tiene un feedback positivo no podía ser algo bueno. Como la queja es reincidente (lo dicen los expertos), tuve que recurrir a trucos como ponerme papeles en la pared de casa, o escribiéndome en la mano frases como "NO-QUEJA" (Satrústegui propuso a sus alumnos colocarse una pulsera de color como recordatorio, algo mucho más sofisticado que mis herramientas). Poco a poco vas asumiendo tu nueva política y, aunque las protestas no desaparecen, sí se mantienen menos en tu cabeza (y sobre todo, con menos intensidad).

Das menos importancia a lo que no la tiene 

Empecé la semana del no complain con un reportaje para escribir en mis manos sobre finanzas algo complicado. Como no me podía quejar, llegué a la redacción y entre suspiros, empecé a tomar el trabajo de otra manera. El "no sé ni por dónde comenzar con esto" pasó a ser un "lo tengo jodido, pero a por ello, tengo que resolverlo". ¿Resultado? Lo acabas haciendo igual (o mejor), pero terminas antes y sin tanto malestar por el camino. Es tan sencillo como que, si algo no te gusta pero hay que hacerlo, actúa. Lo curioso es que al final, además de experimentar doble satisfacción por no haberte quejado, te das cuenta de que no era para tanto.

Aprendes a diferenciar la queja gratuita de la justificada

Otra de las anécdotas que puedo destacar es mi lucha con el iPhone. El mío se rompió (tenía ocho meses), y decidí comprar uno de re-acondicionamiento en una página web segura de la que me habían hablado 'enterados' en el tema en cuestión. El nuevo móvil contaba con una garantía de dos años. Hasta ahí todo bien. Cuando me llegó el dispositivo a casa, me di cuenta de que se oía un ruido raro cuando hablaba con otra personas (es decir, no funcionaba correctamente). Pero ssshhh: no puedo maldecir a los dioses porque no me puedo quejar. Cuando llamo a la compañía para solucionar el tema, me comunican que vienen a recogerlo pero que, si llega a su taller de Barcelona y no ven ningún fallo, los costes de transporte correrían a mi cargo. Algo que me pareció de lo más injusto porque cuando hice la compra, me hablaron de un seguro de dos años, no de que había riesgo de que unos portes corrieran de mi cuenta.

Así que, respiré, y en lugar de pensar en si tengo buena o mala suerte, pedí hablar con alguien más del departamento que entendiera mi situación. Al final, di con ese alguien y me dio una solución intermedia: llevar a uno de sus talleres al lado de mi casa en Madrid el teléfono, para que ellos testaran si efectivamente, el terminal estaba roto y había que enviarlo o no a Barcelona. Así me "ahorraba" los posibles portes. ¿Conclusión? En la vida hay que quejarse, pero con fundamento y sobre todo, con tranquilidad. Es la única forma de conseguir algo.

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Te hace más llevaderas las cosas que sí son importantes

Casualidad o no, me planteé este reto en unos días en los que mi ánimo, no estaba precisamente por las nubes. Una semana antes había fallecido un ser muy querido, mi abuela. 

A pesar de ello, cuando volví a las dos semanas al pueblo, y vi su casa sin alma, como si estuviera vacía pero sin estarlo (mi abuelo vive), no me quejé porque mi nuevo artículo (el que estás leyendo) no me lo permitía. Eso me ayudó a recordar con más fuerza las cosas buenas: por ejemplo, que mi abuelo –ahora triste–, le venía muy bien mi compañía, y no la de una nieta que llega de Madrid embajonada. Así que, dejé a un lado la pena que me podía dar a mí la nueva situación, y me centré en ganar a las cartas, la mejor afición con la que hoy se entretiene él. Y una tarde que podía haber sido gris, pasó a ser toda una maratón de chinchón. Y de buen jamón entre partida y partida. Y de alguna risa. Y de alguna trampa también, como siempre ha sido.

Ojo: no estoy diciendo que hay que negar la pena en absoluto, solo que llega un momento en el que solo quedaba tirar pa' lante y en ese camino, la queja no tiene cabida, mientras que el agradecimiento (que para mí son casi como contrarios), se convierte en un gran bálsamo de cura.

Y aún diré más: ahora creo que no fue una casualidad empezar este reto justo en esta situación familiar. Mi inconsciente sabía que me iba a ayudar.

En definitiva: estamos tan acostumbradas a quejarnos en el día a día que erradicarlos es un verdadero reto personal. De momento, tengo claro que esto ha sido solo el principio y que si quiero tener una vida más libre de lamentaciones, tengo que seguir trabajando durante mucho tiempo en ello. Pero sin duda, si algo he aprendido, es que es un gran esfuerzo pero que merece totalmente la pena. Y si no ya verás: empieza a intentarlo, y ni yo ni nadie te va a tener que convencer de ello.