El 23 de septiembre de 1992 probé la última galleta ‘Príncipe De Beckelar’ de mi vida. Tras llevar unos días ingresada en el hospital, mi madre entró en la habitación convertida en toda una ‘ninja’ y sacó con disimulo del bolso la que sería mi galleta de despedida. Me dejó darle un pequeño bocado tras asegurarse de que no había ninguna enfermera alrededor. Mientras disfrutaba del sabor del chocolate, me hizo saber que esa sería la última ‘cookie’ de mi vida. Me explicó que me acababan de diagnosticar diabetes tipo 1, una enfermedad que pronto descubrimos no se basa únicamente en no tomar dulces. Durante el mes que pasé en el hospital, acudía a clases en las que me explicaban qué eran los hidratos de carbono (y no por cuestiones de peso) y cuántos gramos podía tomar de cada comida. Me aprendí una interminable tabla con la que memoricé el peso de cada alimento y comprendí que ese peso dependería a su vez de la cantidad de insulina que me pusiera. Siempre he sido un desastre con los números, por lo que cuando me di cuenta de que de ahí en adelante, comer iba a estar más relacionado con las calculadoras que con los sabores, perdí el interés por la cocina, por la comida y por supuesto, por cualquier encuentro en el que tuviera que comer con gente.

Hace 20 años, la insulina era diferente. Tenía que ponérmela a horas muy concretas y sólo podía comer cuando pasara exactamente media hora de habérmela inyectado. (Inciso: ¿cómo le voy a tener miedo al bótox, si llevo toda la vida rodeada de jeringuillas?). Los angustiosos horarios que rodeaban a mis comidas hicieron que cualquier comida familiar estuviera precedida de un drama. Recuerdo a mi madre gritar a mis tíos y tías cuando llegaban diez minutos más tarde de las 14:00 horas, pues era cuando yo tenía que comer, por lo que siempre tenía que comenzar sola y fingir que no me daba cuenta de los reproches cuando la gente llegaba tarde. En los cumpleaños no sólo no podía disfrutar de mi porción de tarta, sino que tampoco podía probar ni las hamburguesas ni de las patatas fritas que había en las celebraciones. Mini consejo: no intentéis explicarle a un grupo de niños de siete años que cualquier hidrato sin supervisión puede arruinarte la tarde. Mis compañeros de colegio disfrutaban de sus meriendas mientras yo engullía con vergüenza mi sándwich de aguacate con atún (menos mal que no tenía que besar a nadie después, por cierto), por lo que pronto decidí encerrarme en el baño para comer. Prefería el silencio entre azulejos a las preguntas y las risas. Una tarde, la madre de una compañera del colegio me encontró en el pasillo de su casa, en plena celebración del cumpleaños de su hija, metiéndome a toda velocidad mis fresas tras haber alegado que tenía que ir al baño un segundo cuando el resto comía tarta. Os juro que dijo “Mira la foca”. Os lo juro. Un nuevo traumita para mi colección en 3,2,1...

Os juro que dijo ‘mira la foca’. Os lo juro.

Tenía que desayunar a una hora concreta, poco antes de que comenzaran las clases, por lo que mi madre aparcaba cerca del colegio para me tomara mi saludable desayuno consistente en una pieza y media de Weetabix con 200 mililitros de leche desnatada. Comía sin respirar para evitar que algún compañero del colegio pasara junto al coche y me encontrara comiendo. No le tenía miedo a la comida. Le tenía, y le tengo, miedo a ser vista comiendo. Creo que llevo años sin masticar, porque para mí cualquier bocado ha de ser invisibilizado.

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María Antonieta rodeada de mi peor pesadilla, o de mi mejor fantasía: una orgía de tartas

Cada mes recibíamos desde el colegio el menú del comedor, que mi madre corregía como una experta en nutrición y diabetes. Añadía junto a cada alimento los gramos que podía tomar y cambiaba cada ingrediente que pudiera alterar mi nivel de azúcar. Ya en el comedor, antes de coger mi bandeja, me alejaba de mis amigos y me metía en la cocina, donde me esperaba mi comida pesada y preparada. Recuerdo a la gente mirarme sin comprender por qué estaba siempre entre los fogones, mirando al suelo y deseando ser invisible, para después sentarme junto a mis compañeros con una comida completamente diferente.

Comer se convirtió en mi propio martirio. Un lunes cualquiera, sin previo aviso, les expliqué a las cocineras que ya podía comer como el resto. Lógicamente, era mentira, y no una demasiado bien elaborada. Si yo hubiera sido Anna Sorokin, me habrían cazado a la primera... Recuerdo esa semana con especial alegría. Cogía exactamente los mismos platos que los demás, aunque por supuesto, apenas tomaba nada, porque no podía. Tampoco podía explicar a los vigilantes del comedor que tenía que dejar la mayoría de comida en el plato, porque entonces mi madre se enteraría de mi (ahí va un ‘spoiler’) fracasado plan, por lo que me especialicé en guardar comida en los bolsillos. El viernes, a la semana de mi terrible hazaña, las cocineras llamaron a mi madre para preguntarle si realmente, de repente, mi diabetes se había curado por arte de magia. El lunes, mi infierno entre fogones regresó. La diabetes, lógicamente, no se fue nunca...

Mis compañeros de trabajo, mis familiares e incluso mis amigos siempre bromean con que “Marita no come”. Odio esa frase. ¡Por supuesto que como! Hoy, por ejemplo, he tomado 50 gramos de espaguetis integrales, 130 gramos de carne picada, media cebolla, un champiñón y 150 gramos de naranja. Creedme: cuando la comida tiene más números que ingredientes, el placer de comer no lo es tanto… Estoy cansada de la frase “Marita no come”. Lo que Marita no hace es comer sin tener que convertir el mantel en una pizarra de operaciones, ni acudir a una comida de trabajo sin tener que explicar que si cambio esa deliciosa pizza o esa increíble lasaña por una triste ensalada no es porque esté a dieta. Lo de quedar a tomar algo sin repetirme mil veces que no puedo coger dos patatas fritas sin que esas tristes ‘chips’ hagan del resto de la tarde una montaña rusa de hiperglucemia tampoco es factible. Y si pido una Coca Cola Light o cualquier bebida sin azúcar en el cine, soy incapaz de despegar la mirada del vaso hasta que no compruebo que quien lo llena no se ha equivocado y me ha echado una bebida azucarada, un error capaz de convertir cualquier comedia romántica en una auténtica pesadilla. Lo sé porque ha ocurrido un par de veces. No me hagáis hablar del azúcar que tienen las uvas y de cómo desde 1992 tomó 12 trocitos de nuez en su lugar en Nochevieja… En definitiva, Marita sí come. Y lo que Marita hace, por cierto, es hablar de repente en tercera persona, y esto sí que no lo podemos permitir...

... Que no cunda el pánico: ya vuelvo a hablar en primera persona.

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Bettmann//Getty Images
Por si te lo estás preguntando... No. Los batidos y los zumos tampoco forman parte de mi dieta.

En España, la vida social se construye alrededor de la mesa, en la que se organizan comidas de trabajo, citas románticas o cenas entre amigos. La Navidad se celebra entre tortitas navideñas, polvorones y turrones, los aniversarios, con bombones y los cumpleaños, con pasteles. No hace falta que os diga que ninguno de los tres alimentos está contemplado en mi alimentación, que sería la gran pesadilla de Willy Wonka. En aquellas quedadas que giran en torno a la comida, aparezco siempre en la sobremesa, y hasta hace cuatro años, no he sido capaz de comprender que no soy la única que vive la diabetes con cierto reparo. Desde mi centro de salud me enviaron un día una encuesta online sobre diabetes en la que en uno de los apartados, tenía que indicar del 1 al 10 la vergüenza que sentía a causa de mi enfermedad. Envíe al centro un email enloquecida en el que comentaba que ningún diabético (soy tan egocéntrica que no sólo hablo en tercera persona, sino que al parecer, a veces creo representar a todos los diabéticos del planeta) tenía que avergonzarse de su enfermedad. Fue al hacerlo cuando me di cuenta de que no sólo tenía miedo a la comida, sino que sobre todo, me daba vergüenza comer delante de los demás por ser diabética. Encontré diversos estudios que demuestran que el estigma de salud está asociado con depresión, baja autoestima, vergüenza, soledad y enojo. Ni pedí perdón al centro de salud, ni hice absolutamente nada para cambiar mi relación con la comida.

Me tranquiliza saber que por fin estoy aprendiendo a explicar por qué no como delante de la gente. Hace pocos meses fue cuando me di cuenta de que tras esa insistente negativa a comer acompañada, se esconden veinte años de vergüenza, miedo y rechazo. Lo primero que hay que hacer para superar un problema es reconocerlo, y hoy por fin lo hago.

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Katy Perry en ’California Gurls’

Esta es la primera vez que explico lo que siento cada vez que alguien bromea con que no como o cuando rechazo cualquier invitación a comer. Al hacerlo, he comprendido algo: que no tengo un problema con la comida, sino con mi diabetes. Teniendo en cuenta que es la relación más larga de mi vida, ya va siendo hora de intentar arreglarlo. Tan sólo os pido que comprendáis que no celebre este avance cantando ‘Azúcar’, de Celia Cruz, por razones obvias… Y también os pido que me permitáis darle las gracias a mi madre por haberse convertido en la persona que más sabe de diabetes en el mundo para intentar que mi vida sea un poquito más fácil.

Mientras intento vencer mi particular batalla con mi (maldita) diabetes, voy a ver si logro componer una canción llamada 'Sacarina', que Celia tuvo que ganarse unos buenos ‘royalties’ cantando a mi peor enemigo y ha llegado el momento de enriquecerme alabando a los edulcorantes...

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Marita Alonso

Marita Alonso es experta en cultura pop y estilo de vida. Escribe acerca de fenómenos culturales desde una mirada feminista en la que la reflexión está siempre presente. No tiene miedo de darle una pincelada de humor a las tendencias que nos rodean e intenta que el lector ría y reflexione a partes iguales. Cuando escribe sobre relaciones, su objetivo es que la toxicidad desaparezca y que las parejas sean tan saludables como las recetas que intenta cocinar... Con dramáticos resultados, claro. Los fogones no son lo suyo.

Ha publicado dos libros ("Antimanual de autodestrucción amorosa" y "Si echas de menos el principio, vuelve a empezar") y colabora en diversos medios y programas de radio y televisión luchando por ver las cosas siempre de una manera diferente. Cree que la normalidad está sobrevalorada y por eso no teme buscar reacciones de sorpresa/shock mediante sus textos y/o declaraciones.

Licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense, imparte master classes de cultura pop, estilo de vida y moda en diversas universidades. En Cosmopolitan, analiza tendencias, noticias y fenómenos desde un prisma empoderador.