Perdí el sentido de la vergüenza hace algunos años. Es cierto, preguntadle a mi madre, quien es, en parte, la protagonista (entre muchas otras personas) de esta historia que hoy me cuesta poco contar pero hace unos años me hacía tanto daño. Desde aquí quiero dejar claro que cada persona es diferente y, en consecuencia, lo es su proceso para encontrarse.

    Recuerdo cuando desarrollé una obsesión enfermiza (y recalco lo de enfermiza) con las revistas de prensa rosa y esas otras en las que la moda era la protagonista, recién sacadas de la peluquería a la que iba con mi abuela (quien ha tenido también un papel muy importante en todo este proceso para mí, aún habiéndonos dejado hace ya unos años). Siempre me entendió y luego os contaré por qué.

    Todo iba bien. Mi infancia y el principio de mi adolescencia fueron como la seda, excepto por un motivo: era algo tímido. Sí, para quien me conozca puede que le parezca irreal, pero me moría cada vez que tenía que hablar con alguien nuevo (quién me ha visto y quién me ve). Lo único que me distraía de ese miedo era mi verborrea explosiva, la muñeca que mi abuela me compró y me pidió ‘por favor’ que no sacara de casa y las canciones de Isabel Pantoja y la Jurado en la radio.

    Después, con 14 años, me dieron una beca para estudiar tres meses en el extranjero y, como cualquier joven (LGTB+ o no) que acaba de entrar en la adolescencia, comencé a ver que mis hormonas estaban revolucionadísimas. Recuerdo cómo me fijé en un chico rubio de 1,90 aproximadamente (o algo menos, que yo no llego al 1,70 y para mí todo el mundo es alto).

    Nunca llegué a hablar con él (la timidez entró en el chat). Sin embargo, en aquel momento me di cuenta de que me gustaban los chicos. ¿Ahora, qué?, ¿se lo tenía que contar a alguien?, ¿a quién?, ¿quién no me traicionaría y no se lo contaría a mis padres y amigos? Aquí viene la cosa. Aún sin tener muy claro lo que me pasaba y si me gustaban de verdad los chicos (no di mi primer beso hasta muuucho después), decidí que no saldría del armario. 'Spoiler': era muy inocente.

    “¿No me tienes que contar nada?”

    Me acuerdo cómo mandé un mensaje de Whatsapp a mi ‘BFF’ de por entonces diciéndole: "¿tú seguirías queriendo a un amigo si te enteras de algo que no te ha dicho?" (o algo así, métele la típica ‘muletilla’ adolescente). Y al final de esa conversación ella misma me dijo: “si no quieres decirlo ahora, no pasa nada”. Bendita inocencia la mía que pensaba que iba a ser todo tan fácil con todo el mundo.

    Se acabó la beca de 3 meses y volví a mi pueblo. Y sin poner en contexto a nadie, solté delante de otra amiga: “¡qué buenos estaban los finlandeses!”. Su cara (cuadro total) era una señal, pero al igual que con las ‘red flags’, nunca he sido capaz de verlas. A los pocos días, recibo al menos dos mensajes (que recuerde) preguntándome: “¿no me tienes que contar nada?”. Y no lo sabía, eh. Pues pico y pala hasta que tuve que ser yo quien les dijera: “¿me estáis preguntando si soy gay?”. ‘Whatever’, sigamos.

    Después de ellas, llegaron mis amigas del instituto, quienes me hicieron la misma pregunta, aún sin preguntarme si yo estaba preparado para responder. Y, amigas, no lo estaba. Lo pasaba realmente mal cuando alguien empezaba una frase con “me han dicho algo, no sé si será verdad…”. Aún se me ponen los pelos de punta.

    Y por último, mi madre. Ella mucho después, aunque creo que sí lo sabía. Creo que ya fue presión social o que la adolescencia me pegó fuerte. La preguntita era constante cuando me veía quedándome un sábado en casa viendo ‘Camp Rock’ o jugando a la Nintendo (cuando en realidad estaba evitando ciertos ambientes tóxicos donde no me sentía recibido). En verdad, mi madre quería saber qué me pasaba y no supe verlo (lo que os digo, que soy muy despistado).

    Cómo superé el pánico social

    La respuesta a cómo superé ese miedo es: no sé. Tuve que aguantarme muchas lágrimas cada vez que alguien me lo preguntaba (creía que estaba haciendo algo mal) pero creo que el punto en el que dije ‘hasta aquí’ fue una noche en la que invité a unos chicos de la Universidad (sí, hasta entonces) y una chica me dijo “no se te nota, con lo guapo que eres”.

    Nunca he tenido la necesidad de salir del armario con nadie, porque no creo en ellos. Sin embargo, aquella noche volví a conectar con ese ‘mini yo’ que coleccionaba revistas en esa peluquería con olor a laca (de esos que te asfixian) y canciones de 'La más grande' en bucle y le respondí: “¿y ahora no lo soy o qué?”.

    Desde entonces, no solo no he tenido que decir directamente 'soy gay', sino que no entiendo por qué tengo que tener una espada en la espalda que lleve la etiqueta ‘gay’. Aún así, tengo la suerte de tener una familia, mayoritariamente formada por mujeres (¡menos mal!), que me ha hecho el camino un poco más fácil y me ha enseñado el verdadero significado que tiene mi armario: su unicidad. Sea cual sea vuestra situación, no dejéis que nadie asuma un papel tan importante en vuestra vida. ¡Y que viva la diferencia!