Pablo tenía 41 años. Era muy sociable, superatractivo, llevaba un montón de tatuajes... (además de tener tres hijos, una exmujer conflictiva, dos hipotecas y, agarraos, ser el concejal de mi pueblo. ¡Encima, de una ideología completamente diferente a la mía!). Por aquel entonces, yo acababa de cumplir los 24, vivía con mis padres y mis únicas preocupaciones eran trabajar entre semana y disfrutar de mi juventud los findes (hacer los mejores planes de Madrid, vaya). Es decir, 17 años de diferencia y absolutamente ningún punto en común.

EL PRIMER ENCUENTRO

Tras casi dos largos años de amistad con un inexplicable ‘feeling’, algún encontronazo ‘casual’ (nótense las comillas), miraditas constantes, bromas donde empezaba a asomarse la verdad y, sobre todo, mucha, mucha curiosidad, cambió radicalmente mi percepción sobre él. Ya no se trataba de un papi que me caía bien y estaba de buen ver. Ni siquiera fue la conocida erótica del poder. Le veía desde otra perspectiva y él se había convertido en una persona con la que compartía una arrolladora química en todos los sentidos.

Al principio mi intención era que solo sucediese una noche, que Pablo fuese una nueva experiencia sexual (como cuando pruebas uno de los mejores juguetes sexuales del mercado y tienes la incertidumbre de si te molará o no). Me decía a mí misma: “Aquí tienes otro capitulazo para el libro de tus memorias”. Sin embargo, lo que pensaba que sería una anécdota para contar a mis amigos y echarnos unas risas por ostentar el título de Primera Dama de mi pueblo, se transformó en una relación. Nos veíamos prácticamente todos los días. Cuando no estábamos chateando por WhatsApp, nos llamábamos por teléfono. Y, en cuanto teníamos un momento libre o sin obligaciones, quedábamos. Fuese la hora que fuese. Creo que jamás volveré a recuperar las horas de sueño que perdí estando con él, pero era verano y necesitaba disfrutar. Eso sí, siempre a escondidas.

Todo lo que compartíamos ocurría de puertas y mensajes de texto para dentro. Solo lo sabían los íntimos. Aunque no me importaba. Él tenía bastante que perder y muchas explicaciones que dar. Y yo simplemente no quería hacerlo público. Fueron tres intensos meses en los que creamos una nueva rutina. Nos hacíamos compañía, dormíamos en cucharita y el sexo era espectacular. Porque sí, los años son un grado, ¡y con máster incluido! Con él aprendí casi 100 posturas del kamasutra.

«Lo que pensaba que sería una anécdota de la que me reiría se convirtió en una relación»

UNA VÍA DE ESCAPE

Las reglas de nuestra relación estaban claras y nos convenían y convencían a ambos. Cada uno conservaba sus amigos y obligaciones, pero después nos teníamos el uno al otro. Como un pequeño espacio donde solo existíamos él y yo y podíamos olvidarnos del mundo por un rato. No había compromiso, aunque lo tuviésemos. Ni explicaciones, aunque quisiésemos darlas. Preferimos prescindir de las etiquetas, pero sabiendo que habíamos sobrepasado con creces la barrera de amigovios (psss: aquí te explicamos qué es un amigovio). Incluso nos negábamos a nosotros mismos que sentíamos algo el uno por el otro, en un intento de omitir la realidad de que aquello tenía fecha de caducidad. Obviamente, llegó.

NOS TOPAMOS CON LA REALIDAD

Durante toda la época estival fuimos dos adolescentes jugando a hacer de nuestra historia clandestina algo eterno. Pero, como ocurre con las tormentas de verano, duró poco y, el día que menos nos lo esperábamos, llegó el otoño con su rutina. En los meses que pasamos juntos había conseguido desconectar, relajarse y hasta volver a tener sentimientos hacia alguien. ¡Pablo, el que no creía en las relaciones! Pero él siempre había tenido problemas y empezó a sufrir una de las dolencias más extendidas del siglo XXI: la ansiedad.

Esto derivó en una depresión causada por no poder gestionar conflictos con los que cargaba desde hacía tiempo. Al fin y al cabo, él seguía teniendo 41 años, tres hijos y dos hipotecas, y yo solo 24 primaveras, el mundo entero por descubrir y ni la cuarta parte de las responsabilidades con las que lidiaba él. Y, aunque siga creyendo que la chispa no entiende ni de raza ni de sexo, ni muchísimo menos de edad, nos topamos con algo peor: la realidad. Caminos que se dirigían al mismo destino y necesidades que no coincidían. El amor no lo puede todo (y eso a pesar de que en las películas y series eróticas de Netflix a las que estamos enganchadas siempre triunfe).

«El amor, aunque triunfe en las comedias románticas y eróticas de Netflix, no lo puede todo»

Pablo no iba a dejar que fuese partícipe de su situación y yo no quería comprometerme en una vida que él ya tenía hecha. Lo nuestro era imposible y solo íbamos a hacernos daño. Que nos queríamos era obvio. Que funcionábamos a muchos niveles –incluido el sexo más placentero– también. Os prometo que cuando se alejó de mi día a día sentí un vacío que jamás había experimentado antes. Sin embargo, ninguno de los dos iba a sacrificar nada cuando sabíamos que, realmente, estar juntos y que saliera bien sería una misión casi suicida. Llámanos cobardes, si quieres. Ahora que han pasado un par de años y lo veo con la objetividad de la distancia, puedo decir que la historia que tuve con Pablo me ha cambiado. Gracias a aquella relación, aprendí un poco más de sentimientos y relaciones, de mí misma, y descubrí que, cuando se trata de temas del corazón, lo único que importa es la química. Jamás pensé que podría estar con un persona 17 años mayor que yo. Pero pasó y no me arrepiento.

¿Es posible que funcione?

El psicólogo y ‘coach’ Pedro Sánchez insiste en que las parejas pueden ser tan compatibles con mucha diferencia de edad que aquellas en las que no la hay. Pero se deben cumplir al menos cuatro requisitos importantes:

  • "Compartir objetivos de vida y, en la medida de lo posible, una visión de futuro. Por ejemplo, si quieren tener descendencia o prefieren asentarse como pareja sin hijos", cuenta.
  • "Desarrollar un núcleo común de amigos", añade.
  • "Querer aprender del otro. Y esto teniendo claro que no siempre el mayor resulta ser el más sabio", argumenta.
  • "Encontrar un 'hobby' común. La conexión no debe ser sólo sexual", concluye.