Qué pena no tener un duro para viajar. Con lo que te apetece conocer Tailandia, o Hawaii, o Nueva York, Pero nada, todos esos lugares tendrán que esperar. Y lo asumes; ya habrá tiempo. Lo que sí te fastidia es no tener la pasta suficiente como para disfrutar de la Alta Velocidad Española cada vez que tienes que, por ejemplo, ir a casa de tus padres. El precio del billete te escuece en el bolsillo, así que tiras de cualquiera de las plataformas pensadas para compartir coche con desconocidos, exponiéndote a entrar un mundo desconocido, sorprendente y, en ocasiones, perturbador. Aquí tienes unas cuantas historias reales ocurridas en el minúsculo cubículo de un coche y protagonizadas por completos desconocidos que te harán constatar una idea que tenías ya más o menos configurada en tu cabeza: la gente está mal de la cabeza.

Fran: “La conductora descubrió que una de las pasajeras se había liado con su novio”

Fue un viaje con espectáculo. Íbamos cuatro: la conductora, dos amigas y yo, en el asiento del copiloto. Las dos chicas empezaron a hablar sobre cómo una de ellas se había liado con un chaval y, no me preguntes cómo, la dueña del coche dedujo que era su novio. Empezó una discusión brutal que se saldó con una alianza femenina contra el chico, al que le esperaba una bronca monumental.

Héctor: “En mi coche se fraguó una pareja que hoy tiene planes de boda”

Suelo ofrecerme como conductor y ya tengo una lista de pasajeros más o menos habituales. Dos de ellos, que también tienen horarios similares y suelen sumarse a mis viajes, empezaron a salir después de haber coincidido varias veces. La última vez que coincidimos me contaron que su relación se había afianzado y que estaban pensando en casarse. Me pidieron la dirección de mi casa porque querían enviarme la invitación. “Eres nuestro Carlos Sobera sobre ruedas”, me dijo ella.

Inés: “Me tocó viajar con el típico flipado de su coche”

Era un cochazo, sin duda. Novísimo, limpito… Parecía recién salido del concesionario. Y el conductor, el clásico histérico: me pidió que me descalzase antes de entrar y me dio una bolsa para meter mis botas; sobre el asiento, había colocado una sábana para que no ensuciase la tapicería con los vaqueros. Pero lo peor fue que me pidió no me apoyase en el respaldo, porque había olvidado coger una toalla y no quería que dejase ninguna marca. Al menos, me dejaba respirar…

Gonzalo: “Menuda chapa sobre la música armenia”

Nunca había coincidido con él, y ahora ya lo tengo marcado como “conductor al que tengo que evitar”. Íbamos tres en el coche, pero la otra pasajera se sentó detrás, se puso los cascos y se quedó dormida. Todavía no entiendo cómo lo logró. El conductor me martilleó el cerebro explicándome mil y un detalles sobre la música armenia, el objeto de estudio de su tesis doctoral, torturándome con un disco tras otro. Del viaje saqué dos cosas: un dolor de cabeza que me duró hasta el día siguiente y un odio visceral a la música centroeuropea.

Marta: “Estaba acostumbrada a los tirafichas, pero nunca me había propuesto un trío”

Suelo viajar cada fin de semana y ya estoy acostumbrada a que me entren con todo el morro. De los típicos “a qué te dedicas” y “seguro que tenemos a gente en común”, los conductores más avispados saltan con asombrosa facilidad al “por qué no quedamos un día para conocernos mejor”, pero esta oferta superó todas mis expectativas. Compartí coche con una pareja joven, más o menos de mi edad. Después de preguntarme si tenía novio, empezaron a contarme que solían acudir a bares de intercambios de pareja porque “tenían una relación moderna” y les gustaba explorar. Como quien no quiere la cosa, la chica me propuso montarnos un trío. Me dijeron que les había gustado nada más verme esperando en la acera. Menos mal que estuve rápida y les dije que, aunque no tenía pareja, estaba empezando a salir con un chico. La tensión pudo cortarse con un cuchillo en los 180 kilómetros que duró el viaje.

Juan: “Echamos uno rapidito en un área de descanso”

Ese día solo viajamos dos. Había publicado el viaje muy tarde y no contaba con que nadie me reservase una plaza, pero a última hora se sumó una chica Erasmus que quería ver mi ciudad. Se sentó delante y, antes de salir a la autopista, empezó el flirteo. Que si los españoles somos muy fogosos, que si adora nuestro país. De ahí pasamos un roce de manos, al “¿te importa que me descalce?”, al “ay que ver qué calor hace…”. Cuando me quise dar cuenta, estábamos los dos en el asiento de atrás, aparcados en la explanada de un área de de servicio casi desierta. En mejor viaje de mi vida, sin duda.